miércoles, junio 03, 2009




Dilapidar una fortuna

En las expresiones populares, las palabras suelen perder su sentido individual en favor del contexto, y muchas veces su significado aprendido no tiene nada que ver con el literal. Cuando te dan ‘una de cal y otra de arena’, ¿cuál de ambas materias representa lo bueno y cuál lo malo? Casi nadie lo sabe y quienes lo saben discrepan entre ellos. En cambio, al otro extremo, están las expresiones cuya interpretación se ciñe al pie de la letra, no dejando espacio a subjetividades, aunque sí a la investigación. Carlos Manuel Alvar, filólogo de la Real Academia Española, se centró en el origen de ‘dilapidar una fortuna’ y, tras 8 años de indagaciones lingüísticas e históricas, lo encontró en la lápida bajo la que yacía María Isabel de Burgos, la condesa que gastó toda su fortuna en hacer que el momento de su muerte fuese el más feliz de su vida.

Ya a una edad avanzada, donde el final es más una espera que una irrupción que te toma por sorpresa, María Isabel de Burgos decidió despedirse de este mundo con la misma ilusión que había mantenido intacta desde su infancia. Por otro lado, el tiempo consiguió agudizar su aprecio hacia la música oportuna, la inusual alegría silenciosa de las personas y la naturaleza transparente de los animales.

Lo primero que le nació hacer fue fijar la fecha de su muerte, cosa que le resultó sencilla a pesar de que las cuatro estaciones del año la cautivaban por igual. Debido a la índole del asunto, optó por la primavera. Siempre prefirió las mañanas soleadas para despedirse de sus anfitriones, en especial de su tía abuela. Le emocionaba verla hondeando la mano a la mayor distancia posible, desvaneciéndose a lo lejos, poco a poco, con suavidad, mientras grababa en su memoria cada grata experiencia vivida durante su estancia. Además, el aroma de las flores le recordaba a su madre. En todo caso, la elección del día en concreto tendría que esperar. Previamente, era necesario saber en qué región del planeta se hallaba el sitio ideal para partir. Así que volcó su entusiasmo en redactar las características del lugar que tenía en mente y, una vez detalladas, contrató a más de un centenar de aventureros para que lo encontrasen. Pasados nueve meses, ninguno consiguió localizar un paraje al menos un tanto parecido. Decidió crearlo. Tardó cuatro años en ultimar hasta el más insignificante pormenor.

Todo el dinero, las tierras y los palacetes que poseía los destinó a construir una réplica exacta del paraíso que había edificado en su cabeza. Y para poder disfrutarlo durante el momento de su muerte, lo puso en garantía de un cuantioso préstamo. Tras el cobro, esa hermosa propiedad fue tristemente desmantelada. Lógicamente, ella no llegó a verlo.

¿Y cuánto duró aquel momento? Cuarenta días, el número de seres queridos -incluyéndose a sí misma- que habitaban en sus pensamientos. Deseaba dedicarle un día a cada uno, sin juntarlos. Por una parte, le desagradaba la bulla de las conversaciones cruzadas y, por otra, amaba esa intimidad especial que surge en la pareja, independientemente de las combinaciones de géneros y edades.

A lo largo de esas jornadas, nunca se repitió ni un elemento que componía el programa diario. Incluso los cocineros cambiaban según el plato que se iba a preparar. Los directores de orquesta, los actores, los magos… fueron seleccionados de acuerdo a la personalidad de cada invitado. Todo estaba tan sensiblemente calculado, que hasta los distintos márgenes que dejaba para la espontaneidad eran precisos. La música aparecía en los silencios de los diálogos, prolongándolos, estirando el eco de las palabras en el espíritu, armonizando las ideas para aportar un comentario acertado, enriquecedor, memorable. Algunos paseos eran endulzados por el vuelo de un ave exótica, en otros subía la adrenalina ante la presencia de una manada de leones, acechando al otro lado del precipicio. Había encargado traer animales de los cinco continentes, que planificó devolver a su hábitat natural.

El día que había elegido para su muerte fue magnífico. El sol no hizo nada distinto. Las nubes, con su ausencia, le regalaron una vista espléndida, que le hizo más cálido el recordar las cuarenta manos hondeando, desvaneciéndose a lo lejos, poco a poco, con suavidad, mientras grababa en su memoria cada grata experiencia vivida durante su estancia. Desde no se sabe dónde, se alcanzaba a oír un coro de niños con voces dulces y alegres. Al pie de su cama, un espejo que le permitió ver su sonrisa ilusionada por última vez.

No le fue necesario beber el veneno. Estaba tan convencida de su partida que únicamente le hizo falta cerrar los ojos.

Como dije al inicio, en las expresiones populares, las palabras suelen perder su sentido individual en favor del contexto. En esta ocasión, ocurrió lo contrario. Tanto la forma como el significado de ‘dilapidar’ (malgastar) se debió a la distorsión que el tiempo y la repetición provocaron en la frase original: ‘la lápida le costó su fortuna’. De todas maneras, la condesa María Isabel de Burgos no se hubiese podido llevar ni un céntimo.


por Rafael R. Valcárcel